Hay funciones de cine que reviven algún aspecto de nuestra juventud:
nos hacen volver a mirar la pantalla con gusto, alegría de vivir y
desenfado, es decir, con actitudes que se pierden con los años y que
deben prevalecer ante ciertas películas.
Por ello fue buena idea ir a ver Annabelle (Director: John R.
Leonetti. País: Estados Unidos. Año: 2014) un sábado en la noche,
en una sala comercial repleta de adolescentes, quienes finalmente
hicieron soportable ver una película tan deficiente.
Los chavos haciendo comentarios a todo volumen, cortos y oportunos,
dan pie para reflexionar sobre el contrato que se establece entre el
espectador y la película al momento de comprar un boleto.
Primero dejaron ver una expectativa. Annabelle es la precuela de otra
película (El conjuro. Título original: The Conjuring. James
Wang. Estados Unidos. 2013) de cierto interés y al parecer enraizada
en el interés juvenil que despierta el género de horror, por lo que
ellos, los jóvenes espectadores, esperaban sentir miedo al momento
de ver la película.
Los antecedentes estaban claros: la trama gira alrededor de una
muñeca poseída por un demonio, que en esta ocasión es adquirida
dos veces, en una de ellas por un matrimonio católico conformado por
un ama de casa y un médico que esperan a un bebé.
Annabelle es un catálogo de buenas ideas desperdiciadas. La acción
transcurre en California en la década de los sesentas, cuando en los
noticieros es la comidilla los asesinatos rituales de “La Familia”
de Charles Manson.
La referencia es riquísima, dado que el asunto está íntimamente
ligado con el cine vía Roman Polanski, quien perdiera a su hijo
nonato y a su esposa Sharon Tate en un ataque de este grupo satánico
y que dirigiera El bebé de Rosemary (Rosemary's Baby. Estados
Unidos. 1969), la película que otorgó legitimidad al demonismo en
las grandes ligas del cine estadounidense.
La acción en Annabelle arranca con un asesinato múltiple que
pudiera ser una réplica de las acciones de “La Familia” Manson.
En ese hecho de sangre queda marcada la muñeca. No queda claro si
poseída por el fantasma de una de las asesinas o simplemente como
vehículo de un demonio en busca de almas.
La simple presencia de la muñeca se vuelve motivo de angustia en un
primer momento para los espectadores, dispuestos a sentir miedo
aunque no lo aceptaran. Los jóvenes del sábado por la noche no
dejaron pasar las primeras apariciones de la muñeca en pantalla para
expresar, ya fuera su propia angustia o aparentes escarnios a
quienes, de sus acompañantes, estaban seguros que padecerían temor.
Pero este efecto se agota muy pronto y el discurso del satanismo en
la cultura estadounidense no deja de ser una referencia muy vaga. La
película se concentra en la vida del matrimonio católico, que
resulta bastante anodino en cuanto a sus detalles cotidianos y muy
estúpido al momento de enfrentar el conflicto con el demonio.
Ejemplo de esto último es la incapacidad para deshacerse de la
muñeca. Si fuera un asunto económico se entendería. Si hubiera una
obsesión de coleccionistas, también. Pero el argumento para
mantenerla en casa es de carácter sentimental, ya que finalmente es
un obsequio del marido, quien sin duda es incapaz de ver lo siniestro
del aspecto físico, ya sea de ese objeto, del departamento que renta
o de la iglesia a la que asiste.
Si a eso le aunamos la incapacidad del director para construir
correctamente sus escenas llegamos a un callejón sin salida. Pongo
un ejemplo. Cuando la mujer se levanta de la mesa y va a quitar el
disco de vinilo que se estaba reproduciendo, el plano que se compone
es anormal para el cine de Hollywood en general y para la película
en específico.
A la izquierda queda el reproductor de acetatos desactivado. A la
derecha vemos a la señora. De manera ordinaria ella ocuparía un
espacio predominante en la composición. Pero como seguimos viendo el
tocadiscos, el director nos advierte que se va a volver a encender.
Estas anticipaciones no ayudan al relato en su conjunto, lo vuelven
aburrido y previsible.
El género del horror se relaciona con el thriller,
es decir, con las películas que buscan una reacción de miedo y
ansiedad en el espectador. No es un arte cinematográfico menor: es
muy difícil lograr ese efecto. Alfred Hitchcock buscó
perfeccionarlo a lo largo de casi 70 películas y programas
televisivos y explicarlo en una larga entrevista. Los realizadores de
Annabelle deberían hacer una lectura cuidadosa de El cine según
Hitchcock, el libro de François Truffaut.
Quizá así hubieran sido
conscientes de cómo se desperdiciaron las
extraordinarias
posibilidades del sonido
producido por fuentes
invisibles e indefinidas que
puede envolver y amenazar a los personajes: en Annabelle se convierte
simplemente en la presencia de unos vecinos incómodos en el piso
superior.
Es cierto que Hitchcock y Truffaut
señalan que es necesario que el espectador tenga un cierto grado de
información para prever lo que va a ocurrir y por lo tanto - vía el
manejo adecuado de la fotografía y la edición – padecer momentos
de angustia similares a los de los personajes en pantalla.
Pero el director John R. Leonetti en Annabelle recurre constantemente
(y de manera torpe) a las anticipaciones y repeticiones. Si en un
dibujo infantil hay una carriola arrollada por un camión mas delante
deberemos ver esa escena, que por cierto es uno de los peores
ejemplos de la falta de lógica y congruencia que imperan en todo el
film. Si vemos constantemente un edificio en contrapicada es porque
alguien se va arrojar de la ventana.
Retomando un ejemplo anterior, si seguimos viendo el tocadiscos es
porque se va a prender solo. Y así toda la película, hasta llegar a
la horrible escena del elevador. Y no horrible por el horror que
produce, sino por lo mal planeada y ejecutada que se encuentra.
La noche finalmente valió la pena por el sentido de comunidad fugaz
que se hace cuando se ve una película de miedo. Los chavos, que
pudieron usar el humor como mecanismo de defensa ante la ansiedad,
finalmente lo pusieron en juego para defenderse del mal cine. Y en
eso estábamos juntos.