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domingo, 30 de abril de 2017

Guardianes de la Galaxia Vol. 2


La secuencia de créditos de Guardianes de la Galaxia Vol. 2 (James Gunn) da cuenta de las ambiciones formales desmedidas, de las limitantes autoimpuestas al relato y de las aparentemente escasas intenciones conceptuales del conjunto del filme.
En las secuelas los personajes no requieren presentación. La apuesta de consumo continuo permite arrojarse de bruces a la acción e incluso desdibujarla, pasarla al segundo plano, diluirla en el ámbito más importante de la película: el efecto.
Los auto denominados guardianes de la galaxia, combatientes a sueldo, mercenarios interestelares deben destruir una desagradable criatura espacial con estrategias recicladas de Hombres de Negro (Barry Sonnenfeld, 1997) y de Titanes del Pacífico (Guillermo del Toro, 2013).

El plagio pasa desapercibido porque no queda en el centro. La atención se concentra en Groot (Vin Diesel), infantil ser arbóreo que mientras sus camaradas pelean a muerte baila Mr. Blue Sky, una canción de Electric Light Orchestra (E. L. O.).
Pieza desmesurada, pop de fácil asimilación con capas de arreglos corales e instrumentales mezcladas con voces sintetizadas. Kitsh: sublime fallido. Esta música es el fondo pero también el centro porque la acción principal, la que desencadena una línea principal del relato, ya ha sido vista.
¿Qué necesidad de concentrarnos en la lucha con un monstruo que ha dejado de tener cualquier trascendencia simbólica? Finalmente es otra animación digital como cualquier otra. Mejor se hace foco en Groot, que baila como el bebé de las animaciones de los primeros reproductores de mp3. Ciertamente resulta vacuo pero pretende ser divertido.
Es una escena de excesos. Saturada. No es la profundidad de campo añorada apreciada por André Bazin hace 60 años. No hay manera de que el espectador seleccione lo que quiere ver. El foco variable, las entradas y salidas de cuadro, la distancia entre los personajes y la cámara y sobre todo la pista sonora se encargan de desmantelar toda posible ambigüedad y de aprisionar el punto de vista del espectador.

Caricaturas.

En otros tiempos los dibujos animados, incluyendo los traslados audiovisuales de los comics, eran llamados caricaturas. Ahora los productos de arte secuencial de las grandes editoriales llegan a las pantallas en híbridos de costos millonarios que mezclan la animación por computadora y el trabajo con actores reales.
A pesar de la distancia en cuanto tiempo y presupuestos también son caricaturas en el sentido de la simplificación y la búsqueda del efecto cómico mediante la exposición del modelo al ridículo.
El resumen de la historia podría ser el siguiente: los guardianes de la galaxia son rescatados de un ataque espacial por Ego (Kurt Russell), el padre del líder del grupo – Peter / Star Lord (Chris Patt) – atraído por la fama de su hijo, al cual abandonó en una banda de piratas, de devastadores, encabezados por Yondu (Michael Rooker).
El resto del argumento se impulsa por la revelación de las auténticas personalidades de cada uno de ellos. Ego es Saturno cuyo mito implica que debe devorar a sus hijos en busca de su permanencia. Yondu demuestra los límites de su vileza y se lanza a la postre del sacrificio manteniendo opacos los motivos psicológicos de su comportamiento errático.
Caricaturas de las grandes preocupaciones humanas, de la búsqueda de una identidad, de un acceso a la historia y al pasado mediante una pesquisa de paternidades biológicas y sociales. Nada como para tomarse en serio, según la disposición formal de la película.
La temática está enraizada en una forma mezclada, revuelta barrocamente con otros elementos textuales e intertextuales. Dentro de la misma película está la multiplicidad de líneas argumentales (se supone que es una película sobre un grupo de personajes), informaciones retardadas a lo largo del relato duplicaciones del tema en otros personajes y una supuesta superación edípica del conflicto.
Fuera de la misma película está el reciclaje de música pop deudora del exceso de la primera obra de Quentin Tarantino (que este año cumple un cuarto de siglo). Pero además incluye en si misma la estrategia de marketing de cinco escenas pos créditos y el anuncio de nuevas historias.
Dos de ellas generan un lastre en la trama con la presencia de un actor tan dispensable como Sylvester Stallone. Podría decirse que su presencia augura la decadencia (por mi parte esperada) de las estrategias franquicitarias del cine contemporáneo. Pero hay otra implicación, con la que cerraré este texto.

El espectador supremo.

¿Qué cohesiona este abigarrado conjunto? ¿Qué hace posible soportar una película de 2 horas con 16 minutos, incluyendo a los créditos que se ha vuelto obligado ver? Apenas hay una anécdota, un desarrollo de personajes que por sí no anclaría la atención de nadie a algo que no fuera una telenovela.
Hay una actitud de apapachar la autoestima del espectador, que se intuye superior respecto a los mezquinos y tontos personajes que pueblan la historia. Además se asume evolutivamente superior por ser cronológicamente posterior a las referencias de la cultura pop de los 1970 y 80.
Quien ve la película asiste desde lejos a la irónica representación de un espectáculo burdo y de alta tecnología con la intención de no identificarse, de no sentir compasión por personajes cuyos dramas no tienen repercusiones.
¿Hay alguna manera de cohesionar los elementos que pueblan esta película más allá de la parodia? No es un asunto de nostalgia, como lo quiere vender la publicidad. Aquí sí hay una ausencia de crítica y exceso de citas que no dejan de ser valorativas, decorativas y sin historia, como no lo quería Linda Hutcheon (La política de la parodia posmoderna).
Yo no soy el indicado para señalar los valores de la visión posmoderna de Los Guardianes de la Galaxia Vol. 2. Creo que en la posición supuestamente irónica y paródica de la película hay un fuerte neoconservadurismo.
No en balde la defensa y el reconocimiento de la aplicación de los valores de la familia, el gran sancionador moral de la película es protagonizado por Stallone, el intérprete de Rambo, ejemplo de la ideología estadounidense de la guerra fría y de las aberraciones de Ronald Reagan. Eso podría ser tema de más textos.


sábado, 22 de abril de 2017

La morgue


La morgue (André Øvredal 2016) ejemplifica los riesgos de aplicar inmisericordemente los efectos del cine de terror. En una primera parte sino brillante al menos eficiente hay momentos de franca angustia y de morbo. Pero luego la exposición que aspira a la lógica le lleva a la decadencia imposibilitándole volver a tener la fuerza del arranque.

El cadáver de una desconocida (Olwen Catherine Kelly) desencadena hechos funestos cuando llega al lúgubre negocio familiar de Tommy (Brian Cox) y Austin (Emile Hirsch), dueños y operadores de una morgue y un crematorio centenarios, que se encierran toda la noche con el cuerpo que proporciona paulatinamente información de haber sido objeto, en vida, de un sufrimiento inusitado.

Resulta notable como Tommy y Austin, padre e hijo, maestro y aprendiz, arrancan la investigación. Gracias a la aplicación inclemente del método cada parte del cuerpo de la mujer desconocida ofrece pistas para responder una pregunta concreta reiterada y delimitada: ¿cómo murió?

La aplicación de los parámetros de lo racional resulta insuficiente ya que el dolor y el odio se convierten en algo inexplicable. Si las películas de terror manifiestan miedos latentes en la sociedad en La morgue hay un montón de emergencias: la tortura, el odio a lo femenino pero sobre todo la impiedad del conocimiento limitado.

La primera parte de la película opera eficientemente por acumulación. Los médicos investigadores van obteniendo evidencia en la inquietante corporeidad de la desconocida cuya disección satisface una cierta necesidad de violencia del cine actual bien balanceada por la fascinación que produce aplicar el método científico que, más que encontrar respuestas, hace suma de preguntas.

Conforme los forenses avanzan en la autopsia se desatan fuerzas sobrenaturales capaces de provocar una verdadera angustia en el espectador a partir de la utilización de recursos estrictamente cinematográficos: puntos de vista, sonido fuera del cuadro y contrastes entre luz y oscuridad. El miedo lo provoca el mirar lo que no debe ser visto. La angustia es producto de la inminencia de ese acto. Y eso lo sabía Alfred Hitchcock, Sófocles y Sigmund Freud.

La creación del espacio es notable. La vieja casona del negocio familiar parece ser una concentración de capas geológicas, una más antigua que la otra hasta llegar al quirófano donde resulta imposible distinguir el tiempo, merced a la presencia de tecnología diversa pero también de prácticas que se justifican como un apego a la tradición. El lugar se convierte en una trampa para los personajes, un vacío que sugiere las catacumbas del horror gótico y la idea del enterrado vivo.

La morgue es una película que apela a la función básica del género: producir angustia, desazón y temor en quien la mira. En la mayor parte de su metraje lo logra aunque la escena del elevador conlleva una pérdida de fuerza considerable e irrecuperable, merced a la exposición verbal de los conflictos internos del personaje de Tommy y de su justificación biográfica.

Parece que a los directores contemporáneos no les basta la película para expresarse. Las buenas ideas y puesta en juego de los recursos fílmicos que despliega el realizador André Øvredal se diluyen en un final demasiado cercano al de Al filo de la realidad (1983). Pero lo que en la película colectiva basada en “La dimensión desconocida” era un guiño a la serialidad televisiva aquí sugiere otro cálculo, más cercano a la lógica comercial de las franquicias.

Hay riqueza táctica en las dos primeras partes de La morgue, aunque en su conjunto la película falle como estrategia. En el arranque está la sugerente aproximación al cuerpo de una mujer muerta que parece responder al título / premisa biográfica de Luis Buñuel: prohibido asomarse al interior. Luego viene el horror de lo que no debe verse, la ambigüedad angustiante de lo vivo y lo muerto. El final se anuncia con una desangelada explicación no pedida y una conclusión diluida.

Pero, a diferencia de otros filmes que ni eso logran, en La morgue sí hay momentos de buen cine de terror.

jueves, 16 de febrero de 2017

La La Land: una historia de amor




La la land: Una historia de amor (2016) es de esas películas que entre más las pienso mayores defectos les encuentro. Si hubiera armado mi comentario inmediatamente después de haberla visto seguro sería más benigno. Así que mejor lo hago antes de que acumule demasiada mala voluntad.
Creo que será la ganadora de la octogésima novena entrega del Oscar. Igual que lo fueron Danza con lobos (Kevin Costner 1990) y El artista (Michel Hazanavicius 2011). Filmes justa y rápidamente olvidados.
El problema de La la land…, el musical dirigido y escrito por Damien Chazelle es la falta de rigor, de concordancia entre recursos técnicos y pretensiones temático-estilísticas: la forma no corresponde al fondo, podríamos decir prosaica y casi incorrectamente.
La la land… va a ganar el Oscar a mejor película y en una de esas hasta va a tener varios reconocimientos de primera línea, según yo, por lo que representa para Hollywood como industria: una añoranza de que todo tiempo pasado fue mejor, dicho esto mientras se arrastran los pies rumbo a una decrepitud inaudita para un realizador de apenas 32 años.
Sorprende que una película que pretende citar y homenajear a los grandes musicales de Hollywood se aleje de la perfección técnica con que se abordaban esas películas, realizadas con un arte olvidado, y que se presentan actualmente en una versión degradadísima.
Veamos la mano izquierda de Ryan Gosling en la multi reproducida foto promocional de La la land… Su dorso tiene la gracia de un ave en vuelo. Su posición manifiesta un control perfecto del cuerpo capaz de convertirse en una imagen poderosa y seductora.
Eso jamás lo veremos en la película. Es una publicidad engañosa. Ni el color de la fotografía ni la capacidad dancística de los actores aparecerán a lo largo de los martirizantes 128 minutos de la proyección.
Resulta sufriente la falta de rigor del cinefotógrafo sueco Linus Sandgren. Sus encuadres deficientes, iluminaciones sin compensación y los destellos tan innecesarios como las subexposiciones parecen que quieren encontrar un documental no lo hay y donde se requiere lo contrario.
La película es una fábula: la del self made man o woman, da lo mismo. Un ejercicio de justificación del individualismo a través del talento y la persistencia. En forma de moraleja: si eres bueno en lo que haces y le pones talento lograrás tus sueños.
Para aceptar esa premisa deberíamos, de entrada, obviar el carácter trágico de las condiciones sociales que se le imponen al hombre moderno.
Poner entre paréntesis a las condiciones sociales es aceptar casi como aceptar el anti realismo del musical, un género en el que la gente suspende sus acciones cotidianas para ponerse a cantar y a bailar y luego vuelve a lo que estaba haciendo como si nada.
Ello es una linda metáfora. Uno baila para escapar al peso del cuerpo y de la realidad. También va por la vida cantando por sobre dosis de endorfinas.
Se entiende que en la primera escena la protagonista y todos los que están en el embotellamiento angelino huyan de tan fastidiosa situación con la música.
Lo que no se entiende es la fealdad de las imágenes recuperadas en el pretencioso virtuosismo del plano secuencia. Deberían ser al contrario: tan bellas que accedieran a la consistencia del ensueño representando la embriaguez de la felicidad injustificada. No deberían ser realistas.
Y el momento donde la fantasía, manda - que podría ser el más interesante de la película, cuando se reescribe con un gesto toda la secuencia de eventos de la historia como si fuera Corre Lola Corre (Tom Tykwer 1998) - es aquella en la que no se canta.
Visualmente ahí se recurre a unos filtros que simulan una antigua película casera, siendo esto un recurso que nada aporta, un error que va de lo obvio a lo obtuso, una incapacidad de creer en el cine y de ejecutar sus recursos.
La la land… queda muy lejos de sus modelos virtuosos. La misma idea de su final está llevada hasta la abstracción por Vicente Minelli en Un americano en París (1951) que sí es una obra maestra compleja y ambigua nacida en el momento crepuscular del género.
Mucho me temo que el musical que ganará el Oscar, si sobrevive en la memoria, se quedará como el sustituto generacional de muchas películas geniales que se darán por vistas: las de Busby Berkeley, Minelli y Stanley Donen. Las apropiaciones de Jacques Demy y sobre todo las de Jean – Luc Godard en filmes como Bande à part (1964).
Los que crecieron expuestos a la franquicia Glee puede optar seguir viviendo su juventud viendo las sombras en la caverna en lugar de asomarse, como adultos, al mundo exterior.
A unas horas de haber visto La la land… percibo el gran riesgo político que implica. Cito a Barthélemy Amengual: “Hollywood se preocupaba porque el mundo permaneciera en una adolescencia perpetua, nerviosa pero sumisa. El fascismo también”.