La morgue (André Øvredal 2016) ejemplifica los riesgos de aplicar
inmisericordemente los efectos del cine de terror. En una primera parte sino
brillante al menos eficiente hay momentos de franca angustia y de morbo. Pero
luego la exposición que aspira a la lógica le lleva a la decadencia imposibilitándole
volver a tener la fuerza del arranque.
El cadáver de una desconocida (Olwen
Catherine Kelly) desencadena hechos funestos cuando llega al lúgubre negocio
familiar de Tommy (Brian Cox) y Austin (Emile Hirsch), dueños y operadores de
una morgue y un crematorio centenarios, que se encierran toda la noche con el
cuerpo que proporciona paulatinamente información de haber sido objeto, en vida,
de un sufrimiento inusitado.
Resulta notable como Tommy y Austin, padre
e hijo, maestro y aprendiz, arrancan la investigación. Gracias a la aplicación
inclemente del método cada parte del cuerpo de la mujer desconocida ofrece
pistas para responder una pregunta concreta reiterada y delimitada: ¿cómo murió?
La aplicación de los parámetros de lo
racional resulta insuficiente ya que el dolor y el odio se convierten en algo
inexplicable. Si las películas de terror manifiestan miedos latentes en la
sociedad en La morgue hay un montón
de emergencias: la tortura, el odio a lo femenino pero sobre todo la impiedad
del conocimiento limitado.
La primera parte de la película opera eficientemente
por acumulación. Los médicos investigadores van obteniendo evidencia en la
inquietante corporeidad de la desconocida cuya disección satisface una cierta
necesidad de violencia del cine actual bien balanceada por la fascinación que
produce aplicar el método científico que, más que encontrar respuestas, hace suma
de preguntas.
Conforme los forenses avanzan en la
autopsia se desatan fuerzas sobrenaturales capaces de provocar una verdadera
angustia en el espectador a partir de la utilización de recursos estrictamente
cinematográficos: puntos de vista, sonido fuera del cuadro y contrastes entre
luz y oscuridad. El miedo lo provoca el mirar lo que no debe ser visto. La
angustia es producto de la inminencia de ese acto. Y eso lo sabía Alfred
Hitchcock, Sófocles y Sigmund Freud.
La creación del espacio es notable. La
vieja casona del negocio familiar parece ser una concentración de capas geológicas,
una más antigua que la otra hasta llegar al quirófano donde resulta imposible distinguir
el tiempo, merced a la presencia de tecnología diversa pero también de prácticas
que se justifican como un apego a la tradición. El lugar se convierte en una
trampa para los personajes, un vacío que sugiere las catacumbas del horror gótico
y la idea del enterrado vivo.
La
morgue es una película que apela a la función
básica del género: producir angustia, desazón y temor en quien la mira. En la
mayor parte de su metraje lo logra aunque la escena del elevador conlleva una pérdida
de fuerza considerable e irrecuperable, merced a la exposición verbal de los
conflictos internos del personaje de Tommy y de su justificación biográfica.
Parece que a los directores contemporáneos
no les basta la película para expresarse. Las buenas ideas y puesta en juego de
los recursos fílmicos que despliega el realizador André Øvredal se diluyen en
un final demasiado cercano al de Al filo de la realidad
(1983). Pero lo que en la película colectiva basada en “La dimensión
desconocida” era un guiño a la serialidad televisiva aquí sugiere otro cálculo,
más cercano a la lógica comercial de las franquicias.
Hay riqueza táctica en las dos primeras partes
de La morgue, aunque en su conjunto la
película falle como estrategia. En el arranque está la sugerente aproximación
al cuerpo de una mujer muerta que parece responder al título / premisa biográfica
de Luis Buñuel: prohibido
asomarse al interior. Luego viene el horror de lo que no debe verse, la
ambigüedad angustiante de lo vivo y lo muerto. El final se anuncia con una desangelada
explicación no pedida y una conclusión diluida.
Pero, a diferencia de otros filmes que ni
eso logran, en La morgue sí hay momentos
de buen cine de terror.
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