Una de las ventajas de ir seguido al cine es que se pueden encontrar
tendencias tanto temáticas como estilísticas en el cine
contemporáneo. Mi último hallazgo es el de una capitulación
generacional en la ardua batalla de criar a la progenie. Los jóvenes
adultos en las películas de los últimos tiempos se sienten
abrumados o peor aún contrariados por la obligación impuesta y la
incapacidad aceptada de mantener, educar y convivir con sus hijos.
Abundan en esta temática películas como la canadiense Mommy
(Dirección: Xavier Dolan. Año: 2014), la cubana Conducta (Ernesto
Daranas. 2014) y las mexicanas Güeros (Alonso Ruiz Palacios. 2014) y
Las Oscuras Primaveras (Ernesto Contreras. 2014). Las diferencias en
sus enfoques merecen comentario aparte y un esfuerzo comparativo que
de momento tendré que postergar.
Pero la confluencia temática ahí está, cuestionando los modelos
tradicionales de la representación fílmica de la familia, la mujer
y la madre, tan apreciadas en el cine de otra época cuando se
relacionaban con el sacrificio y el autoritarismo de las cabecitas
blancas estilo Sara García, representando a la madre sacrificada,
casi santificada, intocable e incorruptible. La maternidad hoy es
otra cosa. Se le quiere usar como sostén de familias mutables,
diversas y constantemente cambiantes. El ser madre es una actividad
sujeta a tensiones sociales y confrontada abiertamente con las
necesidades individuales.
Las Oscuras Primaveras, tercer largometraje de su director Ernesto
Contreras, está estructurado a partir del modelo del triángulo
amoroso y pasional. Igor (José María Yazpik) se encuentra en
transición. Su matrimonio con Flora (Cecilia Suárez) fluctúa entre
la rutina y las carencias financieras y sexuales. Eso quizá hubiera
sido llevadero si no es por la aparición de Pina (Irene Azuela), una
oficinista divorciada que lo busca en las entrañas del edificio
donde trabaja y lo encuentra en el incontrolable deseo sexual que
despierta.
Cómo ya lo había hecho en su ópera prima, Párpados Azules (País:
México. 2007), Ernesto Contreras ubica su film en un Distrito
Federal decadente, atrapado en el pasado de tecnologías obsoletas
como la fotocopiadora, en espacios sin vida como sus oficinas y en
departamentos que sus personajes tratan de llenar de calor con algo
que pueda ser similar a la convivencia, la complementariedad y el
amor. En su periplo por la ciudad se encuentran con un hotel de paso
y con el hecho de que su naturaleza es más oscura de lo que ellos
mismos creían.
El guión de Las Oscuras Primaveras (obra también de Contreras)
construye una narrativa no concluyente, que difumina el destino de
los personajes que, al terminar la película, deberán seguir
viviendo con sus culpas, faltas y deseos potencialmente
irrefrenables. Eso quizá sea frustrante para el espectador promedio
de las salas comerciales, pero está justificado porque los temas que
aborda están vivos en nuestro momento histórico y son problemas no
resueltos en estos días.
En la parte generalmente considerada técnica (pero donde reside la
capacidad expresiva de las películas) resalta la construcción de un
ambiente de invierno tardío por parte del cinefotógrafo Tonatiúh
Martínez, que trabaja con una gran disciplina lumínica en
interiores (al borde de la subexposición) pero sobre todo en
exteriores. La luz de las calles, los parques y la que entra por las
ventanas siempre tiene una tonalidad gris, filtrada por nubes que,
como sabrá cualquiera que haya querido hacer una película en
continuidad lumínica, son elementos volátiles e impredecibles y más
en nuestro país tan cerca del trópico, tan tierra del sol
finalmente.
Por otra parte, el sonidista Enrique Ojeda vuelve (como ya los había
hecho en Párpados... ) a aislar a los personajes del ruido de la
ciudad, permitiendo construir espacios que más allá de lo físico
tienden a lo mental, a la introspección, a la vida íntima de los
pensamientos que tenemos en las soledades buscadas (Igor en la ducha
del centro deportivo), deseadas (Pina desnuda en su habitación) y
temidas (Flora en su departamento). Esto tampoco es un asunto
sencillo de resolver en una ciudad tan ruidosa como la capital
mexicana y, por lo tanto, se vuelve meritorio.
Otro de los aciertos de Las Oscuras Primaveras es la selección y la
dirección de actores, varios de ellos ya reconocidos en el ámbito
del cine mexicano. Cecilia Suárez es sin duda una de nuestras
mejores actrices, capaz de dotar de extravagancia a personajes que
otras hubieran aplanado o achatado. Flora tiene una
multidimensionalidad extraordinaria: es la esposa trabajadora,
honesta, luchona, ahorradora y solidaria.
Pero más allá de los arrebatos de su personaje, Cecilia Suárez no
le da jamás un aire de mártir. Al contrario. Le imprime un toque
repulsivo que cuestiona la posible compasión que nos podría
despertar. Esto tiene que ver con la forma en que mira, con sus
desplazamientos a punto de la ruptura, con la elección de su
vestimenta que la cubren de manera excesiva y le remueven su
erotismo.
Por el contrario, la elección de José María Yazpik (como Igor) y
de Irene Azuela (como Pina) está hecha de forma tal que anticipa los
momentos donde nada ocultarán frente a la cámara. Tienen físicos
vitales y esplendorosos que muestran a toda luz, aunque no se animen
con un desnudo frontal masculino. Son finalmente animales fuertes,
víctimas y victimarios de y en su relación extramarital.
Complementan el elenco una vecina senecta, cuya decrepitud es
fundamental y que está perfectamente transmitida por el gesto
siempre oportuno de Margarita Sanz y un niño capaz de chantajear,
manipular y de hacer finalmente su voluntad, perfectamente llevado
por Hayden Meyenberg, que interpreta a Lorenzo, el hijo de Pina, que
en la película está en proceso de descubrir su propia animalidad.
*
¿Cómo se viven los últimos días, crueles y fríos, de un invierno
en el México de la perrada, es decir, en el país de aquellos que
estamos lejos de las Casas Blancas e inmersos en la fragilidad
evidente después de Tlataya y Ayotzipa?
Estos días se pasan en familia, como se hace desde antaño. Pero ya
no en la gran familia mexicana, que es cosa del pasado irrecuperable.
Más bien el tiempo transcurre en espacios pequeños,
departamentales, donde la figura de la abuela es sustituida por la
vecina quizá demasiado inconsciente de su debilidad.
Ahí (sobre)viven los núcleos familiares de la crisis continua con
economías frágiles sustentadas en trabajos precarios. Son familias
multiplicadas por los divorcios, que hacen de la inmadurez de las
madres, enfrentada al chantaje de los hijos (empeñados en un egoísmo
infantil previo a la conciencia plena) un campo de batalla sórdido,
una guerra de trincheras emocional donde la derrota se paga con la
castración.
Los espejos, como figura retórica, están presentes en los momentos
de cambio de los personajes, sin que sean demasiado obvios.
Confrontan las identidades que están a punto de cambiar, deforman
cuando se alejan del canon impuesto a las mujeres, como cuando Pina
se reflejan en el coche. Son una reiteración de que lo que buscan
los está frente a ellos mismos cuando se miran.
Pero pronto llegará la primavera. El tiempo del instinto, sobre todo
del sexual. Socialmente nos gusta y le vemos el lado positivo porque
nos pensamos como seres racionales y civilizados que sobrellevamos
nuestros deseos y les anteponemos las obligaciones.
Pero este pensamiento se sostiene en una falsedad. El instinto en Las
Oscuras Primaveras determina más de lo que quisiéramos, subvierte
los códigos morales e incontrolable mezcla sangre y semen, siguiendo
la imagen de Octavio Paz.
En la escuela de Lorenzo se construye un mural para el festival de la
primavera. Los colores y su contraste nos transmiten vida y alegría.
Hay nubes, manos de niños, abejas: una representación optimista del
fin del invierno. Pero el sol, que tiene ojos y nariz, no tiene boca
sino un hocico torcido, una mandíbula animal capaz de devorar, de
dar calor y de destruir.