Cincuenta sombras de Grey (Título original: Fifty Shades of
Grey. Dirección: Sam Taylor-Johnson. Coproducción de Canada y Estados
Unidos. Año: 2015) es de esas películas sobre las que uno puede
ensañarse sin mortificaciones. Es un producto estrictamente surgido
de un proyecto comercial que, con una crítica negativa, no perderá
ni uno de sus posibles espectadores. Señalar sus defectos
(múltiples), su falta de imaginación (insondable) y denunciar su
punto de vista (ultraconservador) no va a cambiarle a nadie la vida
para mal.
Como es sabido, es la adaptación de un bestseller firmado por E.L.
James que, gracias a una campaña de mercadotecnia, ha despertado un
morbo tal que ha contagiado la agenda de los medios de comunicación
y de las conversaciones cotidianas.
El encuentro entre el magnate de tendencias sádicas y aspecto
metrosexual Christian Grey (Jamie Dornan) y la estudiante de letras
virgen y desaliñada Anastasia Steele (Dakota Johnson) se anuncia
como candente y resulta completamente anticlimático, carente de
fuerza, sentido o simpatía.
El interés de la historia debería radicar en responder la siguiente
pregunta: ¿una chica “normal” y enamorada debería acceder a
proposiciones sexuales extremas? Pero es tan largo el estira y el
afloja entre la virgen y el sádico que la trama llena de momentos
flojos: el viaje en helicóptero, el recorrido por el bosque, la
visita a Georgia, etcétera. Entre los momentos fallidos destaca el
primer encuentro, cuando ella entra a la oficina y literalmente cae a
los pies de quien aspira a ser su dominador. La planificación y
resolución de la escena le debería producir pena a la directora Sam
Taylor-Johnson.
Además las motivaciones de los personajes son tan poco convincentes,
sobre todo las de Christian Grey / Jamie Dornan que, para
explicarlas, hace una de las escenas más ridículas de los últimos
tiempos, aquella en la que le habla a su novia dormida y le dice que
de niño era muy pobre y que su mamá no lo quería.
A eso hay que aunarle la mala elección del reparto: cuesta trabajo
creer en la heterosexualidad de Jamie Dornan más cuando se le ve de
perfil y Dakota Johnson es tan expresiva que, con ropa, parece un
costal de papas aventado al piso. Y sin ella es aún peor. El avance
de las dos horas con cinco que dura la proyección se vuelve un
suplicio.
Las escenas de sexo están filmadas sin ninguna fuerza ni
originalidad, el cuarto de juegos en ningún momento resulta ni
inquietante ni amenazador a fuerza de estilizarse en exceso y
resultar demasiado entiséptico. La directora opta por utilizar
planos cerrados que deberían sugerir lo que no se ve cuando
realmente uno se pregunta: ¿por qué no vemos nada?
Podemos suponer que parte del cálculo mercadológico de Cincuenta
sombras de Grey era que la película no ofendiera a nadie, asunto
complejo tomando en cuenta que el erotismo en su mejor representación
siempre es subversivo. El resultado es un filme de una noñez
suprema, descafeinado, aburrido, pretencioso y desfasado.
Podría ser interesante un auténtico estudio sobre las prácticas
extremas de dominación y sumisión en el sexo actual o un comentario
sobre las similitudes del masoquismo y el capitalismo. No hay nada de
eso. De hecho no hay nada que ver. Cincuenta sombras de Grey es
la historia de un amor que se acaba a la primera tanda de
cinturonazos.
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