El árbol de la vida (Título original: The Book of Life.
Director: Jorge R. Gutiérrez. Estados Unidos. 2014) cuenta por lo
menos tres historias a distintos niveles. Un grupo de niños problema
llegan a un museo. Los letreros que dicen “museum” y “school
bus” dejan entrever que esto puede ocurrir en Estados Unidos. En
lugar de ser llevados a la exposición convencional, una guía
conduce conduce a los chamacos hasta el Libro de La Vida, donde están
escritos todos los relatos del mundo. El volumen reposa en una sala
repleta de obras de arte mexicanas, entre ellas un tzompantli o muro
de cráneos.
La narradora les cuenta la historia que transcurre en México. Trata sobre la amorosa rivalidad entre La
Catrina y Xibalba. La primera es una entidad que rige el mundo de los
recordados, una especie de paraíso festivo donde van las almas de
quienes viven el recuerdo de los vivos después de su muerte.
Xibalba, por su parte, rige el mundo de los olvidados, un inframundo
triste y gris para los que carecen de memoria en la tierra .
La Catrina y Xibalba cruzan una apuesta para ver si invierten sus
dominios. El terreno de su disputa serán tres niños, que viven en el
pueblo de San Ángel. Manolo y Joaquín están destinados a
enamorarse de María. También están marcados por la tradición
familiar: Manolo proviene de linaje de toreros y Joaquín de
militares. El pueblo, por su parte, está constantemente asolado por
un bandido sanguinario conocido como El Chakal.
El máximo acierto de la película es su concepción visual. El
potente repertorio gráfico de la fiesta de día de muertos - encuentro
entre la imaginería medieval europea y el imponente y descarnado
arte prehispánico - es traducido a la pantalla digital de una
manera abigarrada y coloreada.
Los personajes están diseñados como muñecos de madera, juguetes de
fuerzas superiores que se oponen en términos de fiesta y melancolía,
recuerdo y olvido, pesadumbre y júbilo. Estas fuerzas, por el
contrario, son en la película personajes fluidos. Pero los juguetes de Manolo,
Joaquín y María permiten mantener un grado de abstracción y de
estilización que se agradece. La animación debería crear los
mundos imposibles a los que el cine con personajes reales no puede
acceder.
Esto no es ninguna novedad: hace casi 20 años la animación digital
obtuvo su legitimidad a nivel estético e industrial con Toy Story
(John Lasseter. Estados Unidos. 1995) que también tenía personajes diseñados como juguetes. Pero la variación de Jorge R. Gutiérrez
en El árbol de la vida es plantearlos como objetos
artesanales, con texturas de madera y tela, en oposición al plástico
que inunda nuestros días.
Gutiérrez explotó la veta correcta. En México hay una extendida
tradición plástica que representa a la calavera. Ya mencioné la
edad media y el arte prehispánico. Pero como producto de esta dualidad han surgido las obras de Francisco Toledo (el más lúdico en la
representación de la muerte), Gabriel Orozco, Rufino Tamayo y desde
luego Diego Rivera y José Guadalupe Posada. Con estas fuentes, el director tiene para
llenar la pantalla no de una, sino de varias películas.
Quizá el único punto que no termina de cuadrarme en su concepto es
la presentación de la tierra de los olvidados, cuya puerta remite
al arte prehispánico, específicamente del monolito azteca de
Coatlicue, deidad dual de la vida y la muerte. La veo como una
sustitución de un símbolo mas rico, el de Tlaltecuhtli, la madre
tierra que primero da a luz y luego devora a sus hijos. Pero entiendo
que las implicaciones vaginales de esta representación pudieron no
considerarse apropiadas para una película dirigida al
público infantil. En fin.
Luego del portal al inframundo viene la Tierra de Los Olvidados,
previo paso por la cueva donde están las velas que representan las
vidas humanas, que resulta un guiño obvio al Macario de Roberto
Gavaldón (México, 1960). El inframundo está representado con una
estética mas propia del expresionismo alemán, por su ausencia de
color y la violencia de sus trazos. Quizá hubiera sido un buen
espacio para ubicar a la muerte medieval en Europa, que es el
complemento para todo el periplo y la otra base que tampoco se puede
negar.
Los principales de problemas de la película tienen que ver, desde mi
punto de vista, con la posición que mantiene la historia. Por un
lado, está lleno de implicaciones el hecho de que La Catrina y
Xibalba sean no sólo rivales, sino también una pareja que se
profesa amor y están unidos a pesar de todo.
Ese es el sentido
profundo de la dualidad en el mundo prehispánico. Los mundos de los muertos no se parecen a los que nosotros concebimos como seres occidentales: el Tlalocán Tamoanchán no es el cielo al que se llegan por buenas acciones, ni el Mictĺán es el infierno para los mal portados.
Por el contrario, la cultura
católica se basa en la dicotomía entre bien y mal, cielo e infierno
precisamente divididos. En el México prehispánico no había tal
división, un concepto estaba implícito en el otro. La película de Jorge R. Gutiérrez no puede escaparse de ese pensamiento que divide lo bueno de lo malo.
El libro de la vida se presenta como
un conflicto mas similar al de un western que al de una
exploración profunda en la cultura mexicana. El Chakal representa
las fuerzas de la barbarie que deben ser suprimidas para que
sobreviva la cultura mestiza. Esto aleja a la película de modelos
mas afortunados, que se han escapado de dividir al mundo y, al contrario, lo han problematizado y enriquecido. Pienso en las animaciones de Hayao Miyazaki y de Michel Ocelot
(Kirikou y la hechicera. Kirikou et la sorcière. Francia,
Bélgica y Luxemburgo. 1998) que exploran las culturas no europeas de
una manera muy afortunada.
Entiendo que el modelo occidental, mayoritariamente estadounidense y
europeo, predomine en El libro de la vida,
que es un filme que sólo pudo existir en el contexto de la industria
hollywoodense y a pesar
de ello estar llena de
elementos valiosos que
pueden considerarse mexicanos. Es un mérito para su director y su
productor, Guillermo del Toro, haber podido hacer algo así en ese
entorno.
Para ello, entiendo
que hay que negociar y hay
que ceder. Por ejemplo, en la pista sonora, donde deben convivir
exabruptos de la cultura pop
estadounidense, como las canciones Creep (de Thom Yorke, Jonny
Greenwood, Albert Hammond y Mike Hazlewood) y Da Ya Think I'm Sexy?
(Rod Stewart y Carmine Appice) con lugares comunes del repertorio
vernáculo mexicano. En este punto deploro un trabajo mas
imaginativo. Quizá hubiera sido suficiente con eliminar esas piezas
musicales, lo que por lo demás no afectaría la unidad de la obra que tanto aprecian los estadounidenses Pero el sitio oficial de la película deja ver que esas piezas forman parte de su estrategia mercadotécnica.
No puedo dejar de hacer un apunte
pesimista porque El
libro de la vida no se haya
podido filmar en México, donde las industrias
audiovisuales están
concentradas en la producción de ínfimo presupuesto, destinada a
llenar las tardes de telenovelas, las noches de noticieros y
los domingos de futbol.
No hay en estas empresas ningún compromiso real, visible en
pantalla, con la cultura del país. Ya sabemos que
lo que las rige es el poder y
su consiguiente
fortuna económica.
Por ello los creativos mexicanos
desde hace años han optado por migrar. Es en Hollywood donde están
los recursos técnicos y financieros que permiten filmar estas
fantasías. Y ello produce un escozor. Nuestro Libro de La Vida, el
registro de nuestras historias, el sentido de las narrativas propias
está, acompañado por los vestigios de lo que es la cultura
mexicana, en un museo de los Estados Unidos.
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